Nuestra Institución Gremial

HISTORIA

En el año de 1788, se instaló el Colegio de Abogados de Caracas, existían en Venezuela profesionales quienes rendían una gran labor en las luchas tribunalicias en la capital y en el interior de la Capitanía General, ya como profesores en la mentada Universidad.El año de 1897, a raíz del abortado movimiento revolucionario de Gual y España, se forma la Compañía de Abogados y Pasantes que se ejercitaban en la Plazuela de San Jacinto para defender al régimen colonial de España. Y era común mirar a aquellos personajes –ya maduros- como Francisco Espejo, Tomas Hernández Sanabria, Juan Agustín Arnal, el Doctor Agustín de la Torre, notable jurista y rector de la Universidad, dirigirse al sitio de reunión con su fusil al hombro y espada de mano, acompañados por un esclavo “de a pie”.

El progreso de la cultura en general, y singularmente para la jurídica, significó la aparición del Ilustre Colegio de Abogados de Caracas, y los eminentes servicios prestados por la Institución a la República, hecho explicable fácilmente, porque entre sus componentes han figurado siempre los hombres de mayor prestancia intelectual en el País. Se sintió la necesidad de instalar el Colegio de Abogados y así lo comprendió el Gobierno, pues el 2 de Marzo de 1863 dictó un Decreto por el cual ordenó el establecimiento en cada cabecera de Distrito de un Colegio de Abogados, compuesto de los que allí residieren. Tal Decreto resultaba un tanto impracticable por cuanto la mayoría de las cabeceras de provincia eran para entonces, ciudades despobladas; fue un mero incidente político que ni siquiera en Caracas logró cristalizar la organización del Colegio de Abogados. Por eso vemos como 20 años más tarde, por Decreto del 7 de febrero de 1883, la voluntad emprendedora de Guzmán Blanco creó el Colegio de Abogados de la República, con residencia en Caracas. Posteriormente apareció la Ley de Abogados y Procuradores del 30 de junio de 1894, según la cual podían establecerse Colegios de Abogados en el Distrito Federal y en todos los Estados donde hubiera por lo menos cinco abogados dispuestos a formarlo.

ANTECEDENTES

Tan pronto como el navegante Genovés con la realización de su portentosa empresa asombró al mundo y acrecentó el poder en España, comenzó la ardua tarea de trasplantar a las vastas extensiones del Nuevo Continente sus instituciones jurídicas, junto con la sangre y la audacia de sus hijos. La organización civil y política de la colonia fue naturalmente, obra de largo tiempo porque hubiera sido imposible poner en vigencia una legislación completa en regiones inmensas y en absoluto ignoradas.

En un principio solo rigieron las capitulaciones celebradas por el Rey por los conquistadores, para el gobierno y aprovechamiento de los territorios por los descubiertos, pero a medida que se intensificaba la obra colonizadora, prosperaban los pobladores en hacienda y en caudales y los pleitos y contiendas se hacían entre ellos más frecuentes y comenzó así a sentirse la ausencia de hombres versados en leyes, pronto resultó forzoso no solo permitirle el pase de Abogados y Procuradores para la guía y la defensa de los litigantes, sino también la creación, establecimiento y difusión de Audiencias y Cancillerías Reales, a las cuales pudieran recurrir las partes en apelación cuando se sintieran lesionadas por sentencias y disposiciones de los Alcaldes o corregidores.

La expedición de Títulos de Abogados en América se inicia en la época de la creación en las Indias de los Tribunales denominados Reales Audiencia. La primera de estas Corporaciones ante las cuales debía recurrirse después de la obtención del Título académico en alguna universidad, se estableció en Santo Domingo el 14 de septiembre de 1526, después vinieron, entre otras, la de México en 1527, la de Panamá en 1527, la de Lima en 1542, la de Santa Fé en 1549, la de Caracas solo fue creada en 1786, los primeros abogados de Venezuela lo fueron por consiguiente, de las Universidades y de las Audiencias de Santo Domingo y de Santa Fé, principalmente por ser las más cercanas. El 12 de diciembre de 1716 se creó la Cátedra de Instituta de leyes bajo la dirección del Licenciado Antonio Álvarez Abreu. Fue éste el primer paso para la formación en Venezuela de profesionales del derecho.

A principios de 1721 es nombrado Obispo, en unión del Cabildo Eclesiástico, los Alcaldes Ordinarios, encargados transitoriamente del Gobierno de la Provincia y el Rector del Colegio, solicitó de nuevo a la Corte la merced de otorgar grados, y se nombró representante en Madrid y Roma para el logro del propósito a D. Francisco Piquer. Tales gestiones alcanzaron completo éxito, pues la Real Cédula fechada en Lerna el 22 de diciembre de 1721 le daba facultad para que pueda dar grados, erigirse éste Colegio en Universidad, en la misma conformidad, y con iguales circunstancias, y prerrogativas, que la de Santo Domingo y con título Real, como la que tiene esa Universidad.

Lograda ésta autorización, el asunto fue llevado a Roma en búsqueda de la canónica y definitiva confirmación el 19 de agosto de 1722, se obtuvo de su Santidad el Papa Inocencio XIII y el Consejo de Indias el 9 de agosto de 1725, cuando el Obispo Escalona dio por erigida, instituida y fundada la Universidad de Estudios Generales con el Título de Real Pontificia de Caracas.

En lo adelante los aspirantes al título de abogados harían en ella los cursos académicos y solo tendrían que trasladarse por breve tiempo a Santa Fé, a Santo Domingo o a otro lugar donde hubiere Audiencia Real, para llenar ante ésta corporación los requisitos indispensables para el otorgamiento del título. Este inconveniente desapareció más tarde con el establecimiento de la Real Audiencia de Caracas.

Nueve años después de creada la Capitanía General de Venezuela cuando en atención a lo pedido por el ayuntamiento de Maracaibo, a las reiteradas solicitudes de los criollos y al deseo de una mejor organización, el Rey Carlos III, oído el dictamen de su Consejo de Indias, dispuso por Real Decreto de fecha 6 de julio de 1786, el establecimiento en Caracas una Real Audiencia, con el personal togado compuesto por un Regente, tres Oidores y un Fiscal, lo cual comunicó la Real Cédula fechada en San Lorenzo el 31 de julio del referido año al Gobernador y Capitán General, que lo era entonces D. Guillelmi. Con el establecimiento de ésta institución se logró en nuestro incipiente medio colonial, una más rápida y eficiente aplicación de la justicia y la disminución de los cuantiosos gastos significaba el tener que recurrir a otras jurisdicciones.

FUNDACIÓN DEL COLEGIO DE ABOGADOS

Entre aquellos a quienes el monarca enviaba a ésta parte de sus dominios para servir los intereses de la monarquía en determinado cargos, hubo algunos que se distinguieron por su espíritu progresista y sus afanes en pro del mejoramiento cultural de éstas apartadas regiones. Muchos se hicieron acreedores al reconocimiento de las generaciones venideras por las iniciativas laudables que tomaron, las cuales aminoraban un poco las deficiencias de la labor de los gobiernos españoles.

Uno de los hombres más sobresalientes en éste sentido fue el Dr. Antonio López de Quintana, quien gozaba en la Corte de merecido renombre por su reputación y sus conocimientos jurídicos. Sabido es que cuando se trataba de escoger los miembros que debían componer algunas de las Audiencias de América, se buscaban los mas aptos y los más austeros.

Para la Real Audiencia de Caracas, además la elección del Regente debía hacerse en la persona de un Ministro acreditado de otra Audiencia de América. La designación recayó en el Dr. Antonio López de Quintana, para entonces Oidor de la Audiencia de Guadalajara. Después de varios años de permanencia entre nosotros, fue llamado a España a ocupar el alto cargo de consejero de Indias. De su meritoria labor debemos destacar su iniciativa dentro de la Real Audiencia de Caracas para la fundación del Ilustre Colegio de Abogados de Caracas.

Tan importante se consideraba la función de éstas instituciones en lo relativo a la formación de los profesionales del derecho y a la significación de la abogacía, que cuando en 1787 se instaló en Caracas aquel alto tribunal, sus componentes extrañaron al momento la ausencia de un colegio de abogados en la Capital de ésta Provincia, a pesar de ser practicada constante el establecimiento de ellos en las ciudades de España y en los centros principales del Nuevo Mundo. Fue entonces cuando el Regente Dr. López de Quintana, secundado generosamente por los Oidores; Doctores: José Patricio Ribera, Francisco Ignacio Cortinéz y Juan Nepomuceno de Pedroza y apoyado por su autoridad moral y por sus numerosas vinculaciones en el seno de la sociedad caraqueña se dedicó con su constancia característica a la tarea de crear ambiente para el establecimiento del colegio y a fomentar entre los juristas de la capital, el sentimiento de la agremiación y de la solidaridad profesional.

Demostración evidente del éxito de las gestiones llevadas a cabo por el Dr. López de Quintana fue la reunión realizada en el mes de agosto de 1788, a los fines indicados, en el Palacio de la Audiencia y a la cual concurrieron una gran cantidad de abogados. Con rigurosa solemnidad y acompañado del personal togado y demás funcionarios de la Audiencia, presidió aquel acto memorable el Regente López de Quintana, quien en medulosa exposición destacó la trascendente significación que tendría para la administración de justicia y, para el desenvolvimiento en Venezuela de la ciencia jurídica en todas sus manifestaciones, el establecimiento de una institución considerada, desde los tiempos de la vieja Roma, como fundamento de la cultura y democracia de los pueblos. Abierto el debate se acordó, después de largas consideraciones en cuanto a la forma y manera de proceder, adoptar las normas fijadas en España para corporaciones semejantes. Enseguida el Señor Regente declaró constituido el Colegio de Abogados, procediendo de inmediato a la elección de la primera Junta Directiva.

Las designaciones fueron recibidas con especial beneplácito, pues los nombrados gozaban de merecida estimación en los círculos sociales, por su ilustración, por su nacimiento y por su depurada ética en el ejercicio de la profesión. Después de prestar con las solemnidades de estilo el respectivo juramento, en medio de una atronadora salva de aplausos, los elegidos convinieron en celebrar con la mayor brevedad posible una reunión a fin de dar los pasos necesarios para la redacción de los correspondientes Estatutos. En efecto previa convocatoria, así lo hicieron con fecha 18 de agosto de 1788 en la habitación del Señor Decano a quien después de cruzar ideas sobre el particular, se comisionó junto con el Diputado 2° Tomás Hernández Sanabria, para llevar a cabo la expresada redacción, con el encargo de tener por modelo de los del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.

El 6 de octubre de 1788 se reunió la primera Asamblea o Junta General, y en ella presentaron los Doctores Osio y Hernández de Sanabria el Proyecto de Estatutos, el cual fue aprobado, se dio comisión al decano para gestionar la aprobación provisional de la Real Audiencia y la definitiva del Monarca.

El 28 de abril de 1789 se dio cuenta a la Asamblea reunida ese día de haberse obtenido la aprobación provisional de la Real Audiencia. El 22 de julio de 1790 el Decano interino Dr. Osorio representó al Monarca para que designase confirmar los Estatutos con derecho a imprimirlos; aprobar la asignación hecha de la institución de los derechos de bastanteo, y el sello de Armas conforme al diseño acompañado.

El 15 de junio de 1791, por Real Cédula expedida en Aranjuez, el Rey Carlos IV aprobó el establecimiento del Colegio y el árbitro adoptado para sus fondos; concedió permiso para usar el título de Ilustre y el Sello de Armas conforme al diseño acompañado.

El 3 de marzo de 1792 es leída en el Colegio, en sesión solemne, la mencionada Real Cédula. Se acogieron todas las adiciones y modificaciones sugeridas por el Monarca, y se comisionó al Decano para llevar por los medios acostumbrados el documento original de la audiencia, a los fines de “Cúmplase”. El 30 de abril del mismo año, llenados los trámites generales, la Real Audiencia mandó guardar, cumplir y ejecutar la mencionada Cédula. El 6 de octubre de 1792, el Rey Carlos IV, a quien se habían remitido los estatutos modificados, los aprobó definitivamente por Real Cédula expedida en San Lorenzo, y concedió permiso para imprimirlos hasta en número de doscientos. Estos ejemplares impresos llegaron a Caracas en 1793. Consideramos oportuno consignar aquí la relación de un hecho infame por lo inaudito y por el fondo de maldad que encierra; y lo hacemos por relacionarse directamente con el Colegio de Abogados de Caracas y con el nombre del Decano Doctor Tomás Hernández de Sanabria.

A la verdad, durante muchísimos años, el Colegio de Abogados careció de sede propia. En la época colonial las reuniones se efectuaban en la casa de habitación de los señores Decanos. En el siglo XIX, en plena era republicana, tenían lugar en diferentes sitios.

Cuando a principios de la pasada centuria el gobierno del General Cipriano Castro construyó en la esquina de Las Monjas un edificio para sede de los Tribunales, llamado por ello entonces Palacio de Justicia, y es hoy dependencias del que fuera el Consejo Municipal del Distrito Federal, allí se le dio al Colegio de Abogados un salón en el cual funcionó hasta 1928. A partir de ese año, por cuestiones políticas, la Institución permaneció inactiva, hasta el año de 1936.

Reinició entonces sus labores en el mismo local. Pero a poco, a consecuencia de la creación de nuevos Tribunales a la falta de espacio, debió mudarse a casas tomadas en arrendamiento, primero una entre las Esquinas de San Francisco y Pajaritos y luego otra entre las Esquinas de Salvador de León y Socarrás, donde más tarde se construyó la sede de lo que fue el Banco Agrícola y Pecuario. Entre tanto, los Doctores Alonso Calatrava, Numa Quevedo y Carlos Eduardo Stolk, cuando respectivamente ejercieron la Presidencia del cuerpo, lograron éxito en las gestiones realizadas en el sentido de conseguir sede propia para la Corporación.

En efecto, en 1939, el Gobierno Nacional, presidido entonces por el General Eleazar López Contreras, donó al Colegio una casa situada en Caracas, entre las Esquinas de Piñango y de Llaguno. Las posteriores Juntas Directivas presididas, sucesivamente, por los Doctores Odoardo Morales, Arturo Puigbó, César González y Agustín Beroes, procedieron a la recolección de fondos entre los asociados para iniciar la construcción del anhelado edificio. Y es de justicia reconocer que muchos abogados contribuyeron gustosos en la medida de sus posibilidades.

Posteriormente, a instancias del Dr. César González, el Gobierno Nacional, presidido en esa época por el General Isaías Medina Angarita, donó al Colegio un terreno situado en la Urbanización El Paraíso, el mismo en el cual se encuentra hoy construido el edificio sede de la Corporación y, a la vez, autorizó la venta de la casa donada por el Gobierno del General López Contreras, con facultad para invertir el producto de esa venta en la edificación de referencia. Encaminada la operación, se logró el precio de noventa mil bolívares. (Bs. 90.000,00).

Así, pues, tales fueron las posibilidades monetarias con las cuales contaban para iniciar la dicha construcción, cuando en el año de 1942 fue elegida la Junta Directiva de dicho Colegio para que llevara a cabo el mencionado proyecto. De inmediato, de acuerdo con los compañeros de Junta Directiva, abrieron un certamen entre los ingenieros y arquitectos del país, el cual fue ganado por el Arquitecto Doctor Camilo Arcaya. Procediéndose luego a la colocación de la primera piedra y a dar comienzo a la obra bajo la dirección del dicho Dr. Arcaya. Entre tanto, en el curso de la gestión de dicha Junta Directiva, tuvieron conocimiento de que en poder del Sr. Eduardo Sanabria de las Casas, descendiente directo del Dr. Tomás Hernández de Sanabria, se encontraba, original, el Libro de Actas del Ilustre y Real Colegio de Abogados de esta Ciudad Santiago de León de Caracas desde su instalación el 18 de agosto de 1788 hasta el año de 1813. En posesión de tan extraordinaria noticia, procedieron a realizar diligencias ante el señor Eduardo Sanabria de las Casas en el sentido de ver la manera de conseguir el Libro para el Colegio de Abogados. En ello cooperó de manera decisiva, hoy dolorosamente desaparecido, Doctor Silvestre Tovar Lange, concuñado del señor Sanabria de las Casas. Fue él, en realidad, quien coronó con éxito las diligencias en el sentido indicado. Así nos complacemos en reiterarlo ahora.Y sea propicia para manifestar, igualmente, que el señor Eduardo Sanabria de las Casas, de manera desinteresada, generosamente y en gallardo gesto que la Institución jamás debe olvidar, donó al Colegio el invalorable documento. Así se hizo constar en las páginas de su revista y en acta correspondiente.

A iniciativa de la Junta Directiva de ese período y del Dr. Silvestre Tovar Lange, se conservaron varias copias a maquina del Libro, para lo cual contrataron los servicios de una paleógrafa. De esas copias, una debe reposar en manos de los herederos del Dr. Tovar Lange, otra reposa en nuestra biblioteca y sendas copias destinadas para el Archivo General de la Nación, la Academia Nacional de Historia y el propio Colegio de Abogados. No podemos afirmar con precisión si alguna otra persona o corporación adquirió una copia igual.

Entre tanto, en el año de 1945, se concluyó la construcción del edificio. La obra costó la cantidad de ciento ochenta y nueve mil quinientos ochenta y tres bolívares con ochenta céntimos de bolívar (Bs. 189.583,80) incluído el mobiliario nuevo. Tal precio se cubrió con los noventa mil bolívares, producto de la venta de la casa situada de Piñango a Llaguno; Con las contribuciones extraordinarias de varios miembros del Colegio y con setenta mil bolívares obtenidos en calidad de préstamo de la Compañía Anónima de Seguros «La Nacional», gracias a las gestiones realizadas por los miembros de la Junta Directiva de entonces a través del Doctor Néstor Luis Pérez, también lamentablemente hoy fallecido.

A fines del indicado año de 1945, de conformidad con la Ley, se procedió a la elección de nueva Junta Directiva y resultó electo Presidente del Colegio, precisamente, el Dr. Silvestre Tovar Lange, con sobra de merecimientos para ello. Por parte de la Junta saliente en ese año, los integrantes de la misma, habían cumplido junto a sus compañeros de Directiva una apreciable labor al entregar completamente terminado y amueblado el edificio para la sede de la Institución.

El acto de inauguración del inmueble y de la toma de posesión de la nueva Junta Directiva tuvo lugar el 30 de diciembre de 1945, a las once de la mañana. Antes de hacer entrega, la Junta Directiva saliente, recibió en ese mismo acto, de manos del Dr. Silvestre Lange, a nombre del señor Eduardo Sanabria de las Casas, ausente en esos momentos de Caracas, el Libro original de las Actas de referencia. Se encontraban presentes los Doctores Ricardo A. Sanabria, Germán Vegas Villasmil y Alberto Lozada Casanova, tataranietos del Dr. Tomás Hernández de Sanabria y colocados así en cuarto grado de consanguinidad en la línea de descendencia del ilustre Decano.

La última Acta estampada en el referido Libro tiene fecha 6 de noviembre de 1813, cuando Caracas se encontraba ocupada por las fuerzas patrióticas como consecuencia de la Campaña Admirable. Como en el año de 1813 el Dr. Tomás Hernández de Sanabria no era Decano ni ejerció ese cargo en los años posteriores, infructuosamente hemos tratado de poner en claro por cual razón el mencionado Libro de Actas quedó en su poder y lo rescató así de una perdida segura.

A la verdad con motivo de los trágicos acontecimientos de 1814 y en medio del caos provocado por la guerra a muerte, el Colegio de Abogados paralizó sus actividades en ese año y en los primeros meses de 1815, mucho más cuanto que en la última Directiva predominaron los de tendencia autonomista quienes, ante el empuje incontenible de Boves, se dispersaron. Presumiblemente, alguno de los miembros de esa Junta Directiva pondría el invalorable documento bajo la custodia del Doctor Hernández de Sanabria en atención quizás a su respetabilidad, a la circunstancia de haber sido Decano y a sus buenas relaciones con Boves.

La Corporación entró de nuevo en actividad después de la llegada de Pacificador Morillo. Ahora bien, resulta curioso que el Dr. Hernández de Sanabria, lejos de devolver el Libro de Actas, como parece lo normal, lo retuviese en su poder y pudieran así conservarlo sus descendientes. Y fue los más conveniente, pues de lo contrario a lo mejor se hubiera perdido como sucedió con el correspondiente a los años posteriores a 1813. Después de haber obtenido tan precioso tesoro para el Colegio de Abogados, la Junta Directiva de 1946, acordó la construcción de un Arca en bronce y vidrio, con su correspondiente llave, para guardar allí el expresado Libro de Actas.

Poco después de la donación hecha por el señor Sanabria de las Casas, tuvieron la suerte de que cayeran en sus manos, un ejemplar de la primera edición de las Constituciones del Colegio de Abogados de Caracas y otro de las primeras Constituciones del Montepío de las Abogados. Tales documentos habían sido impresos en Madrid en 1792. Llegaron a Caracas en 1793 doscientos ejemplares de cada Constitución. Se repartieron entre los miembros del Colegio para aquel momento y entre quienes se inscribieron más tarde. Se imponía la obligación de que fueran devueltas al Colegio por los herederos de los abogados cuando éstos fallecieran, a lo cual, según parece, no se daba cumplimiento.

Los ejemplares obtenidos pertenecieron al Licenciado Don Joseph de España, abuelo materno de Doña Isabel Rodríguez España de Basalo, quien lo obsequió. El Licenciado España era sobrino de protomártir Don José María España, pues era hijo de Don Manuel España, hermano y padrino de Don José María. Fue el Licenciado España jurista de bastante relieve. En 1819 asistió al Congreso de Angostura como diputado por la Provincia de Caracas. Al igual que el señor Sanabria de las Casas, ellos tuvieron también el placer de donar al Colegio de Abogados los preciados ejemplares de las aludidas Constituciones. Fueron colocadas en el Arca, junto al Libro de Actas.

Ahora bien, en el año de 1962 desempeñaba la presidencia del expresado Colegio, nuestro ilustrado colega y eminente jurista Doctor J. G. Sarmiento Núñez, a quien siempre deberá reconocérsele su esforzada labor en pro y en prestigio de la Institución.

Pues bien, en un día de ese año, manos criminales violentaron el Arca y cometieron el incalificable atropello de robarse el Libro de Actas arriba mencionado así como los ejemplares de las aludidas Constituciones. Consta de manera cierta que el Dr. Sarmiento Núñez y sus compañeros de Junta Directiva denunciaron el grave delito a las autoridades policiales y realizaron cuantas diligencias fueron posibles para identificar al autor o autores del robo como para recuperar los documentos. Todo fue inútil.

¿A quién habrá de imputársele la comisión de este crimen tan abominable? Sería un agravio para nuestra Orden sospechar siquiera que está metida en el hecho delictuoso la mano de alguno de los miembros de este Ilustre Colegio de Abogados. Es preferible pensar en la acción inicua de algún vulgar malhechor guiado por espíritu de maldad o con fines de lucro, con el consiguiente peligro de que el Libro de Actas y demás papeles hayan sido trasladados al exterior y vendidos a instituciones o individuos especializados en la adquisición de documentos raros y antiguos.

Y menos mal que al Dr. Silvestre Tovar Lange y al Dr. Héctor Parra Márquez se les ocurrió sacar copias en máquina de escribir del Libro y del texto de las primeras Constituciones del Colegio de Abogados y el de las del Montepío de la misma Institución aparece íntegramente transcrito en el Primer Tomo de la Obra «Historia del Colegio de Abogados de Caracas» del mismo Dr. Parra Márquez. En todo caso, caiga sobre la cabeza y sobre el espíritu del despreciable delincuente el más terrible anatema.

Cuadro Sinóptico de la historia de la Fundación del Ilustre Colegio de Abogados de Caracas (1788)
1498 Encuentro de dos mundos. Descubrimiento de Venezuela. Cristóbal Colón llega a la Península de Paria.
1499 Se acrecentó el poder en España, comenzó la ardua tarea de transplantar a las vastas y lejanas extensiones conquistadas del Nuevo Mundo, la organización civil y política del Reino.
1526 La expedición de títulos de abogados en América se inicia en la época de la creación de las Indias, de los tribunales llamados Reales Audiencias. La Real Audiencia de Caracas solo fue creada hasta 1786.
1722 Es Fundada la Universidad de estudios generales con el título de Real y Pontificia de Caracas el 22 de diciembre de ese año. En lo adelante los aspirantes al título de abogados harían en ella los cursos académicos y solo tendrían que trasladarse por breve tiempo a otro lugar donde hubiere audiencia Real: como Santo Domingo o Santa Fe para llenar ante esta corporación los requisitos indispensables para el otorgamiento del título. Este inconveniente desapareció mas tarde con el establecimiento de la Real Audiencia de Caracas.
1772 Una Real Cédula concede al Capitán General de Caracas la autoridad sobre todo el territorio venezolano, lo cual ha sido considerado como la creación de la Capitanía General de Venezuela.
1786 El Rey Carlos III, dispuso por Real Decreto, el establecimiento en Caracas de una Real Audiencia. Con el establecimiento de esta institución se logró en nuestro incipiente medio colonial, una más rápida y eficiente aplicación de la justicia.
1787 El Regente de la Real Audiencia de Caracas, Doctor Antonio López de Quintana, se dedicó con constancia a la tarea de crear y a fomentar entre los juristas de la Capital el sentimiento de la agremiación y de solidaridad profesional.
1788 Demostración evidente del éxito de las gestiones llevadas a cabo por el Dr. López de Quintana en pro de la fundación del Colegio de Abogados, fue la reunión realizada el 17 de agosto de 1788 en el Palacio de la Audiencia, la cual fue celebrada con rigurosa solemnidad acompañada del personal togado y demás funcionarios de la Audiencia. Presidió aquel acto memorable el Regente López de Quintana, quien en medulosa exposición destacó la trascendente significación que tendrían para la administración de justicia y, en general, para el desenvolvimiento en Venezuela de la Ciencia Jurídica en todas sus otras manifestaciones. Se estableció una institución considerada, desde los tiempos de la vieja Roma, como inmenso baluarte y fundamento principal en la cultura y desarrollo de los pueblos. Inauguración Oficial Abierto el debate se acordó, después de largas consideraciones en cuanto a la forma y manera de proceder, adoptar las normas fijadas en España para corporaciones semejantes. Enseguida el Sr. Regente declaró constituido a la elección de la primera Directiva. El 18 de agosto se redactan los Estatutos del Colegio, con el encargo de tener por modelo los del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.
1790 Es electo Decano del Colegio al Licenciado Miguel José Sanz, quien fuera además de ilustre prócer de la Independencia, jurista de aquilatada cultura y político de largos alcances, uno de los fundadores del Colegio pero no el único como equivocadamente lo han aseverado algunos. (Dr. Héctor Parra Márquez).
1791 Por Real Cédula expedida en Aranjuez (España), el Rey Carlos IV aprobó el establecimiento del Colegio y el árbitro aceptado para sus fondos; concedió permiso para usar el sello de Armas y el tratamiento de Ilustre.
1792 Se expidió la Real Cédula en San Lorenzo (España) por medio de la cual el Rey Carlos IV aprobó definitivamente los estatutos y concedió permiso para imprimirlos hasta el número de doscientos.

DÍA NACIONAL DEL ABOGADO

Corría el año de 1972, en el Primer período Presidencial Constitucional del Dr. Rafael Caldera Rodríguez cuando por solicitud de la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela, decreta, se celebre el 23 de junio el “Día Nacional del Abogado”, en conmemoración al natalicio de Don Cristóbal Hurtado de Mendoza: Nació en Trujillo el 23 de junio de 1772. Murió en Caracas el 8 de febrero de 1829. “Presidente del primer Triunvirato” desde el 5 de marzo de 1811 hasta marzo de 1812, (primer Presidente constitucional de la República de Venezuela en el año de 1811) y compañero de luchas de nuestro Libertador Simón Bolívar.

PLAZA DEL ABOGADO

La Junta Directiva del Ilustre Colegio de Abogados para el período 96-98 que tenía por suerte dirigir los destinos éste, consideró que el mejor homenaje que podía rendírsele a esta Institución con motivo de la Celebración de la Semana del Abogado de ese año, era el de erigirle una Plaza que llevara como nombre “Plaza del Abogado”. Se realizaron todas las diligencias pertinentes para poder llevar este proyecto a feliz término. Acudimos a las instancias encargadas para entonces: la Alcaldía de Caracas la cual estaba representada por el Dr. Antonio Ledezma, quien por solicitud del Presidente de la Institución Dr. Rafael Veloz García pedía fuera considerada la idea y la posibilidad de realizar dicha obra; una vez culminados los trámites de rigor, recibimos la buena noticia que desde ese momento, la Ciudad de Caracas contaba con una nueva plaza; Esta, ubicada al final de la avenida, frente al Palacio de Justicia, cercana a la esquina de Cruz Verde, con forma triangular por ser la salida a la Av. Bolívar. Para enaltecer el gentilicio abogadil se encargó realizar una escultura (busto) del ilustre jurisconsulto Don Miguel José Sanz, figura esclarecida de nuestras luchas de independencia, réplica de la que está ubicada dentro de nuestra sede en la Av. Páez del Paraíso. Esta Plaza es Inaugurada el día 23 de junio de 1998, con la asistencia del Alcalde de la Ciudad, los Miembros de la Junta Directiva, así como también el Dr. Luis González Blanco, Presidente del Inpreabogado, entre otras personalidades invitadas a esta inauguración.

Las generaciones de abogados que nos sucedan, no tendrán porque recordar ni saber lo que ha acontecido en la historia o en la vida de quienes han tenido la suerte y el honor de dirigir los destinos de esta Ilustre Institución Gremial; pero, cuando se hayan sucedido los años y la Venezuela por venir haya cambiado y sean otros los patrones de conducta que rijan a los abogados del futuro, en el trabajo realizado por las Juntas Directivas de nuestro Colegio para enaltecer el gremio, encontraran un trozo, un retrato, una Plaza y, en cierto modo, una visión retrospectiva, de cómo eran y como fueron los hombres y las Instituciones jurídicas que estaban presentes en la década del final del siglo XX.

ORÍGENES DE LA ABOGACIA

La abogacía, es entendida como la protección y defensa que una persona realiza sobre otra que necesita el amparo de la justicia. Tiene raíces lejanas en la historia de la humanidad, y así suelen considerarse sus antecedentes en la India – código de Manu – donde los juicios de un viejo, enfermo o incapaz los defiende su próximo pariente, entre los Caldeos, entre los persas y babilonios; personas que recurrían a sabios filósofos o a parientes ilustrados para que les protegiesen y defendiesen en sus litigios.

En Egipto, la aparición de la escritura desplazó las alegaciones verbales en los tribunales, ante el temor de que la mímica de los oradores sedujera a los jueces, debiendo valerse los inculpados que no sabían escribir ni conocían las leyes de quienes supieran poner por escrito su defensa.

Entre los Hebreos, los textos sagrados, principalmente los libros de Job e Izáis, nos ilustran acerca de la existencia de defensores caritativos que tenían la especial misión de apoyar y hacer triunfar los derechos de aquellos que no podían defenderse por sí mismos. La condición de abogado será para Melchor de Cabrera y Núñez de Guzmán en su notable obra «El ideal del Abogado Perfecto», impresa en 1683, tan antigua como la propia historia: Adán no tuvo abogado para defenderse de su contravención del derecho divino-1.16- Moisés defendió su pueblo, Job se defendió, Abraham lo hizo de Sodoma, Daniel a favor de Susana, Cristo abogado de María Magdalena y de la humanidad, San Juan: «advocatum enim apud patrem jesum». La Virgen intercede por el buen ladrón. (1.16 a 20). Recuerda asimismo que diversos santos fueron abogados- San Jerónimo, San Ambrosio, Papa (1.27).

En un principio la defensa fue una actividad gratuita; Demóstenes y Esquines manifestaron en sus discursos desprecio por los defensores ávidos de lucro, y se dice que fue Antisoaes el primero en cobrar honorarios a sus clientes, costumbre que se generalizó entre los oradores, a los defensores se les pedía la más grande lealtad para con la parte representada: Isocrates fue condenado por revelar al contrario los secretos de su cliente.

En Roma y desde los primeros tiempos, el Ministerio de la Defensa estuvo confiado al patriciado, íntimamente relacionado con la organización política romana. Los «Patronos» nobles dispensaban su protección a los «clientes» plebeyos. Mientras no existieron leyes escritas, este sistema de defensa judicial fue suficiente pero con el paso del tiempo y la correspondiente evolución en las costumbres, pronto va a comenzar su propio desarrollo; de este modo, ya en la ley de las XII tablas se puede advertir un nuevo medio de ejercer la defensa en juicio, al haberse concedido a los plebeyos la posibilidad de postular en juicio, superando aquel privilegio del que había gozado el noble patrono. Al tiempo, se va a ir experimentando una transformación de la primitiva república aristocrática hacia un sistema político más popular, establecido sobre la base del sistema electivo, participando más directamente la plebe en la vida política de la urbe. La asistencia judicial, desde ese momento, dejaba de ser un privilegio de clase para convertirse en una función de la ciudadanía.

EL COLEGIO U ORDEN DE LOS ABOGADOS

En el bajo Imperio, el Emperador Justino I organizó un colegio u orden de los abogados, al que debían pertenecer quienes de algún modo se consagrasen a la defensa de los derechos de los ciudadanos, exigiéndose para el ejercicio de la profesión: tener al menos 17 años cumplidos -según recogían las pandectas -, justificar unos estudios de derecho de 5 años, aprobando un examen de aptitud, y pronunciar un juramento en cada causa que defendieran, tras haber acreditado ante el gobernador de la provincia su nacimiento y su buena reputación y costumbres, excluyéndose además del ejercicio de la defensa a infames, sordos y tontos. A la persona situada al frente de la corporación se le denominaba primas y le correspondían considerables privilegios, como el derecho a ejercer durante dos años las funciones del abogado del fisco, con una remuneración de 600 áureos al año.

Cada distrito judicial tenía un número más o menos fijo de abogados. Desde Constantino, estos fueron clasificados en dos grupos o categorías: activos y supernumerarios. La profesión era incompatible con las funciones de Juez, asesor y empleos subalternos. En un principio parece no haberse exigido a los abogados secreto profesional ni juramento de ninguna clase pero, mas tarde, especialmente durante el Bajo Imperio, debían jurar ante los Santos Evangelios, abstenerse de actuaciones maliciosas y no recurrir jamás a ningún genero de argucias. Tal juramento se denominaba «jusjurandum propter calumniae».

LOS ORÍGENES DE LA ABOGACÍA MEDIEVAL

Tras la caída del Imperio Romano, la actividad de los defensores decayó al hacerse más individualizada la defensa en unos territorios, como los de Europa Occidental, en los que se entiende que inicialmente rigió el principio de la personalidad del derecho. No se encuentran menciones del ejercicio de la abogacía en las Leyes Germánicas: la Ley Gambeta, las Leyes de los Burgundios o el propio Liber Ludiciorum que, como bien conocemos, se convirtió en el derecho que regía para todos los súbditos visigodos, sin distinguir personas y pueblos, implantando, si entonces no lo estaba ya, el principio de la territorialidad de las leyes.

El Liber Iudiciorum, que regirá para todas las personas, y se constituirá en el único libro de leyes que podía invocarse en los tribunales, dedica su primer libro a la justicia y a la ley y el segundo a las causas y el procedimiento, disponiéndose que las partes han de ser citadas al comienzo de los juicios a comparecer ante el juez, y que los pleitos se han de resolver pacíficamente, estableciendo como principal prueba para los pleitos civiles la testimonial, desarrollándose la figura del personero, identificado posteriormente con el procurador, pero al que en este texto se le otorgan idénticas funciones a las de los laudatores, oratores y advocati de la época anterior.

La primera mención que se encuentra sobre la figura de los abogados aparecerá en una capitular de Carlomagno del año 802. Todavía habrán de pasar varios siglos para que se organice una institución colegial de la abogacía en el Occidente Europeo.

LA FUNDACIÓN Y EL FUERO DE LA VILLA DE MADRID

La situación geográfica de Madrid, cuyas sierras eran cruzadas por rutas establecidas ya durante la época romana, y sus buenas condiciones naturales facilitaron, sin duda, el establecimiento de una fortaleza en este lugar a iniciativa de Muhammad I, como respuesta a los ataques realizados por las huestes del Rey de Asturias y León Ordoño I (850-866), quien, después de repoblar León, avanzó tomando Coria, realizando otras incursiones por tierras de Salamanca, y ocupando la fortaleza de Talamanca dentro del sistema central. Pero la posterior victoria musulmana sobre los ejércitos cristianos decidió a Muhammad I a fortalecer las defensas de la marca media a través de una red de bastiones y atalayas entre los pasos de la sierra, los enclaves de las cuencas de los ríos Jarama, Guadarrama, Manzanares y Henares, y las rutas a Toledo.

Un texto jurídico asentaría las bases legales, institucionales y materiales de la villa. Este será el fuero de Madrid, que suele datarse en el año de 1202, durante el reinado de Alfonso VIII. Pero el fuero no fue sino un acarreo de normas, una de época más antigua, casi del tiempo mismo de la reconquista de la ciudad y, en el otro extremo temporal, otras fechadas justamente en 1202 y posteriormente, en el reinado de Fernando III, concretamente en 1219 y aun después, como ocurre con el precepto 115, datado en 1235. Por todo ello, fijar el año del fuero de Madrid en 1202 y atribuir a aquel preciso momento histórico la sociedad y las instituciones que el mismo recoge es erróneo y forzado, y es más lógico referir en su conjunto a través de la imagen de sus disposiciones el Madrid o el territorio en la época que hemos denominado plena Edad Media.

El fuero de Madrid comienza con un título general a través del cual se presenta la llamada Carta Foral que elabora el Concejo de Madrid “en honor del nuestro señor el Rey Alfonso y del Concejo de Madrid para que todos vivan en paz y en salud». Este preámbulo recoge la unidad del fuero, esto es, el carácter igualitario de todos los vecinos con respecto a la ley, de modo que aún cuando sus categorías sociales sean distintas, ricos y pobres se igualan ahora ante el fuero como garantía de seguridad jurídica.

El contenido del Fuero de Madrid es muy amplio. Hay numerosas disposiciones de carácter económico en las que aparece la economía agraria, la producción de cereales, viñedos, la ganadería, huertos, los oficios ordinarios de carniceros, carpinteros, taberneros, molinos y diversas alusiones geográficas a la villa y su término. Otra serie de artículos se refieren a la singular Muralla de Madrid, a las obras de construcción de esta muralla y su financiación, a las diversas gentes de la villa, entre las que aparecen los pobladores ordinarios, denominados a veces cristianos frente a los dos importantes grupos minoritarios de moros y judíos, distinguiéndose asimismo entre escuderos, criados y dueños, hidalgos y pecheros, vecinos y moradores, y haciéndose referencia a numerosos instrumentos de la vida cotidiana, domésticos, útiles de labranza y de guerra; al aprovisionamiento de carne y de pescado, a los pesos públicos, a las bodas y fiestas, cantares y al tañir de la cítara.

Por último, el Fuero de Madrid contiene gran cantidad de disposiciones referidas a la administración de justicia, a la función de los alcaldes y adelantados, los juicios, la organización judicial, los diferentes delitos de lesiones, robo, quema de casas, falso juramento, traición y alevosía, compra de oficios, impago de multas, sedición y tumulto, injurias, mesar las barbas, riñas, violación y falso testimonio, y las diversas penas que van desde la pena de azotes y las penas pecuniarias a las de mutilación, cortar la mano o la oreja y la horca.

Un último apartado contiene materias de carácter procesal, la instauración del procedimiento inquisitivo en el articulo 110, que significa un gran avance frente al procedimiento acusatorio de la alta edad media, el sistema de juramentos y de pruebas testificales, la prenda, y la aparición de la figura de los abogados o voceros. El término de vocero es el mismo que recoge el fuero viejo de castilla al disponer que: «Si home doliente hobier demanda contra algunos, o algunos contra el, el alcalle debe ir a casa del enfermo, e debe mandar a su contenedor que sea hi delante, e si el alcalle non podier alla ir, el enfermo debe facer suo vocero».

Se ha entendido, tal como su nombre indica, que el «vocero» era quien asumía la voz o representación del litigante, representando la continuidad de aquellos adsertores o advocati que aparecían en la documentación de los primeros siglos de la reconquista. Los voceros eran hombres buenos, personas de confianza del litigante, que se prestaban a defender su derecho y, aunque no puede considerárseles abogados profesionales en el sentido de épocas posteriores, en cierto modo son el antecedente de los mismos, así como los procuradores y causídicos.

El libro III de este fuero viejo de Castilla, que trata de la organización judicial y del procedimiento, contiene el modo como el demandante o el demandado podían «facer vocero». El vocero no esta facultado para jurar por su representado, y en ningún caso puede delegar en otro para «que racone por el». La mujer para designar vocero, ha de obtener la autorización de su marido. Los enfermos deben hacerlo ante el alcalde, quien se debe trasladar a la casa de aquellos, con citación de otra parte, y solo de no poder trasladarse el alcalde el enfermo nombra entonces vocero delante de cinco «omes bonos», si se trata de una deuda, o delante de dos testigos de su vecindad, si el objeto de la demanda es mueble, proclamando «yo fago mio vocero a tal ome sobre tal demanda, que fulan movia contra mi, o yo quiero mover contra el».

EL DESARROLLO DE LA ABOGACÍA Y EL IMPULSO DEL DERECHO COMÚN

Como consecuencia del renacimiento de las actividades mercantiles y de un mayor desarrollo artesanal, centrado principalmente en los núcleos urbanos, apareció en las ultimas décadas del siglo XI y las primeras del siglo XII la burguesía, una nueva clase social no dependiente de la tierra ni vinculada por tanto a los lazos señoriales, sino sustentada sobre su propio trabajo y los recursos materiales así generados.

La burguesía se agrupa siguiendo la tendencia corporativa, desarrollándose los gremios o corporaciones profesionales, constituidas por los artesanos industriales de una localidad dedicados a un mismo oficio, asumiendo la dirección y regulación del mismo. Vinculado asimismo a que el proceso que se conoce como la “Revolución Comercial” se encuentra la aparición y desarrollo del derecho común, que se produce en Italia en el siglo XII, y que ayuda a romper con las estructuras de la alta edad media; bajo la denominación de «recepción» del derecho común se conoce un movimiento de renovación de la vida jurídica del Occidente Europeo, ocurrido en los siglos XII al XV, que vino a sustituir los antiguos derechos nacionales por un derecho nuevo, común a todos los países, formado por una reelaboración del derecho romano-justinianeo a través del cultivo de sus textos, realizado en las primeras universidades nacidas en la Europa Occidental.

El derecho de Justiniano era la gran obra del Emperador que reinó Oriente entre el 527 a 565, integrada por el novus codex justinianus –Código-; digestas o pandectas, las instituciones; el codex justinianus repetitae praelectionis; y las novallae constitucionales -novelas- cuyo conjunto en el siglo XVI tomara nombre de corpus luris civilis.

Aquel derecho Justiniano fue redescubierto a fines del siglo XI, sin duda debido a que el renacimiento de la vida económica y urbana suscitaba nuevos problemas en el código teodosiano y/o los derechos -fueros y estatutos- locales no podían resolver, siendo más completos y complejos los textos del derecho romano justinianeo, de los cuales los comentaristas acabarían extrayendo los principios y dogmas capaces de servir a las necesidades públicas – fortalecimiento del poder real- y privadas- agilidad en el ámbito jurídico y seguridad jurídica-. En Bolonia surge un «Collegium» en el que se agruparán los doctores, abogados y jueces. Será atribución del «Collegium» otorgar la suficiencia de los escolares y someterlos a las pruebas reglamentarias.

El término universidades, que en la terminología de las fuentes romanas expresaba la persona colectiva o jurídica como una entidad claramente definida, con personalidad propia y distinta de los diferentes miembros que la integran. Las primeras universidades de la península fueron las fundadas en Palencia -1208-, Salamanca -antes de 1250-, Valladolid y Alcalá-1293-, organizadas según los modelos de Paris y de Bolonia y calificadas por las partidas -II, XXXI- como «ayuntamiento de maestros escolares que es fecho en algún lugar con voluntad e entendimiento de aprender los saberes».

SAN IVO, PATRONO DE LOS ABOGADOS Y LOS PRINCIPIOS ÉTICOS Y MORALES

SAN IVO, patrono de los abogados, representa no solamente un ejemplo espiritual, moral o religioso sino, el precursor de la ética y la deontología profesional del abogado.

Ivo de Ker-Martín fue hijo de Heroly de Ker-Martín y nació en 1253 en el castillo de ese nombre, en el Departamento de Coste-du-Nord, República Francesa (no debe confundirse con SAINT IVES, que es un santo asiático). Como su familia era noble y disponía de bienes de fortuna, recibió una educación esmerada, la cual perfeccionó por medio de continuos viajes. En Paris, Orleáns y Rennes cursó estudios de Derecho Canónico. En 1280 fue nombrado por Mauricio, Arcediano de Rennes, Oficial o Juez Eclesiástico y, en 1284, se le confió igual cargo en la Diócesis de Treguier a cargo del Obispo- Alain de Bruce.

Durante todos estos años ejerció la abogacía con gran celo y mansedumbre. La Causa de los huérfanos, de las viudas y de los desheredados de la fortuna encontró en él un esforzado paladín y por ello se hizo digno del honroso título de Abogados de los Pobres. Posteriormente, después de estudiar a fondo los Sagrados Cánones, ordenándose sacerdote, tomó en Guingavy el hábito de Terciario de la Orden de San Francisco, en el ejercicio de su apostolado distinguiéndose siempre por su caridad y por su amor al prójimo. Los bienes herederos de sus mayores los invirtió en cuidar a huérfanos y menesterosos y en reconstruir la Catedral de Treguier.

Fue Rector de Tredets y también de Lohanec, ciudad donde murió en 1303. El Papa Clemente VI lo canonizó en 1347 y su fiesta se celebra el 19 de Mayo. En la vida trabajó como un coloso para orientar la abogacía por los senderos de la ética; en la defensa de sus clientes puso en evidencia la mansedumbre de su corazón y la nitidez de su conducta. Conforme al irónico decir de Cardenet, ha sido el único abogado capaz de recibir los honores de la canonización.

Predicó principios de moral altísima y en relación con nuestro gremio, ellos pueden resumirse en sus famosos Mandamientos de los Abogados, acogidos posteriormente como norma de la Orden de los Abogados de Francia, y los cuales nos complacemos en reproducir aquí:

LOS DOCE MANDAMIENTOS DE SAN IVO

  1. Primer Mandamiento: Ningún abogado aceptará la defensa de casos injustos porque son perniciosos a la conciencia y al decoro.
  2. Segundo Mandamiento: El abogado no debe cargar al cliente con gastos exagerados.
  3. Tercer Mandamiento: Ningún abogado debe defender causas valiéndose de medios ilícitos o injustos.
  4. Cuarto Mandamiento: Debe tratar justamente los casos de todos los clientes como si fueran casos propios.
  5. Quinto Mandamiento: No debe ahorrar trabajo ni tiempo para obtener el triunfo del caso que le ha sido encomendado.
  6. Sexto Mandamiento: Ningún abogado debe aceptar más querellas de las que su tiempo disponible le permita.
  7. Séptimo Mandamiento: El abogado debe amar la justicia y la honradez tanto como a las propias niñas de sus ojos.
  8. Octavo Mandamiento: La demora y la negligencia de un abogado causan a menudo perjuicio al cliente, y cuando esto acontece, el abogado debe indemnizar al cliente.
  9. Noveno Mandamiento: Si un abogado pierde un caso debido a su negligencia, debe recompensar debidamente al cliente perjudicado.
  10. Décimo Mandamiento: Para hacer una buena defensa, el abogado debe ser verídico, sincero y lógico.
  11. Decimoprimero Mandamiento: El abogado debe pedir ayuda a Dios en sus defensas, pues Dios es el primer protector de la justicia.
  12. Decimosegundo Mandamiento: Los principales requisitos de un Abogado son: sabiduría, estudio, diligencia, verdad, fidelidad y sentido de justicia.

De san Ivo se cuentan sabrosísimas anécdotas y dejó en el mundo de los letrados inmensa popularidad. A él se refiere el conocido terceto:

Santus Ivo erat Brito Advocatus et non latro, Res miranda populo. O sea, Ivo el Santo Bretón, No obstante ser abogado ¡que cosa tan admirable¡ Jamás pecó de ladrón.

SIMÓN BOLÍVAR «HACEDOR DE LEYES Y ARTÍFICES DE CONSTITUCIONES»

La acuosidad y el temperamento de un hombre poco común, que presentó durante muchos años la dignidad, el decoro, el conocimiento, la sapiencia dilatada, la solidaridad, la bondad, complementada su personalidad con los mágicos dotes o facultades, del carismático maestro, que conoce el arte innato de la docencia que ejerce como don, que le permite enseñar o transmitir bien y fielmente con anhelo vehemente la lección y la luz que quiere proyectar, sembrándola, sin perder un instante, hasta convertirla en bandera, en blasones, en principios permanentes e inmanentes, que deben ser bases, sedimentos, dotes de los que abrazamos esta dura y desinteresada actividad del individuo, que lucha por el bienestar del grupo al cual pertenece y se sabe, para quienes se han convertido en dirigentes sociales a tiempo completo, sin remuneración económica, social ni moral alguna, porque al final no se le conoce el sacrificio. Nos referimos al Gremialista y concretamente a uno en especial, que desgraciadamente se ausento en el nunca jamás, el doctor Antonio Reyes Andrade a quien no se le rindió un verdadero y sentido homenaje; y que más allá del año 1986 quita el velo lleno de una pátina del tiempo capítulo oculto de Bolívar y que comparte ese afortunado hallazgo, con la promoción de Abogados de la Universidad Católica Andrés Bello (1985), quienes habían sido sus afortunados discípulos, en la Cátedra de Deontología Jurídica, y con otras Instituciones como la Sociedad Bolivariana de Venezuela y la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela entre otras, haciendo publico un hecho histórico que no se le ha dado la relevancia debida; revelando que nuestro Libertador Simón Bolívar recibió de manera formal el grado de Doctor en Derecho en la Universidad Mayor de San Marcos de Lima, incorporándose así, por un título universitario pleno de merito y absoluta validez jurídica, al conjunto de abogados que desde los primeros años de la vida de nuestro continente, enaltecieron la condición humana de defender la justicia y al lograr leyes sabias para el desarrollo armónico de las nuevas nacionalidades.

El día 03 de junio de 1826, Simón Bolívar, ante el rector de la Universidad Mayor de San Marcos de Lima y la representación que asistió al acto constituida por los Magistrados de la Corte Suprema, de la Corte Superior, por los Miembros del Colegio de Abogados, por el Consejo de Gobierno, por el Cabildo Eclesiástico dijo:…“Al Pisar los umbrales de este Santuario de las Ciencias yo me sentí sobrecogido de respeto y de temor; y al verme ya en el seno mismo de los sabios varones de la célebre Universidad de San Marcos yo me veo como humillado entre los hombres envejecidos en las tareas profundas y útiles meditaciones, y elevados con tanta justicia al alto rango que ocupan en el orbe científico. Desnudo de conocimientos y sin mérito alguno, vuestra bondad me condecora gratuitamente con una distinción que es el término y la recompensa de años enteros de estudio continuo.”

…“Señores: yo marcaré para siempre este día tan honroso de mi vida. Yo no olvidaré jamás que pertenezco a la sabia Academia de San Marcos. Yo procuraré acercarme a sus dignos miembros, y cuantos monumentos me pertenezcan después de llenar los deberes a que estoy contraído por ahora, los emplearé en hacer esfuerzos por llegar si no a la cumbre de las ciencias en que vosotros os halláis al menos en imitaros.” El análisis del acto que cuenta con la presencia de las autoridades que otorgan la licencia al ejercicio de la noble profesión de la abogacía y el contenido del discurso de Bolívar, confirma la apreciación de Reyes Andrade, de que no se trata del otorgamiento de un titulo “Honoris Causa”, sino el bien merecido, en el sentido formal, el de abogado efectivo de la República del Perú. (para nuestro concepto estas formalidades se ajustan a “La Ley sobre Organización de los Tribunales y Juzgados”, de fecha treinta (30) de abril de 1825 que regía en la Gran Colombia y era el instrumento que reglamentaba a las formalidades para recibirse de abogado y que apoya la investigación de Reyes Andrade). Este hecho nos muestra una vez más al Bolívar civil.

Este hecho histórico fue avalado por el Dr. Mario Briceño Perozo, Presidente de la Sociedad Bolivariana de Venezuela y por la Dra. Helena Dajdaj Firgau, Presidenta del Instituto Venezolano de Deontología Profesional; por el Dr. José Manuel Pacheco de la Asociación Venezolana de Abogados Litigantes y por el Dr. Carlos Olivares Bosque, Presidente de la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela (1986). El discurso pronunciado por el Libertador en la Universidad de San marcos aparece publicado entre las cartas, documentos y discursos de Simón Bolívar, publicado por Don Vicente Lecuna, tomo III, pagina 771. Según Andrés Eloy de la Rosa, historiador peruano, expresa que los archivos de la Universidad de San Marcos desaparecieron en los días de la invasión chilena. En un viaje de investigación realizado a Lima, en septiembre de 1997, se pudo comprobar la desaparición de los antecedentes históricos de la Universidad de San Marcos y la desaparición también de los antecedentes del Colegio de Abogados de Perú, es por estos hechos que se carece de información.

Resulta paradójico afirmar que Venezuela, en sus orígenes coloniales, fue un pueblo pobre por carecer de atractivos, recursos materiales, minas, etc., y su organización social, comercial y económica se tornaba precaria, por lo que no despertó interés en la corona española, quien desvió su atención a otras colonias que brindaban mejores perspectivas y es tarde cuando España, estimula el progreso cultural y en consecuencia económica. La enseñanza oficialmente empieza en Coro, con Fray Pedro de Agreda y por Don Luis de Cárdenas Saavedra, quien funda otra escuela en Caracas (1591). En el año 1641, se funda el Seminario de Santa Rosa, reformado en el año 1721. De manera rudimentaria se introduce la cátedra de Instituta (Derecho Civil).

Este Seminario se denominaba “Magnífico Real Seminario y Colegio de Nuestra Señora de Santa Rosa, de Santa María de Lima, de Santiago de León de Caracas”, lo que constituyó más tarde “La Real Pontifica Universidad de Caracas”. Es necesario hacer estas consideraciones, para refrescar la información histórica, pues el pasado transmite una gran fuerza a la sociedad y su organización, como al espíritu, para perdurar y proyectarse hacia delante. Por eso debemos partir desde las raíces mismas de nuestro gremio Abogadil. Es necesario entonces partir del hecho socio-político más interesante, que es la fundación de la Capitanía General de Venezuela el día 8 de septiembre de 1777, circunstancia que nos hace nacer como nación y que determina que el 31 de julio de 1786, sea creada la Real Audiencia de Caracas, aunque se instala formalmente en el año 1787. Antes dependíamos de la Real Audiencia de Santo Domingo unos, otros de la Real Audiencia de Santa Fé de Bogotá. Si bien es cierto que desde 1715, habían comenzado los estudios Derecho en la Universidad, no es menos cierto que no tuvieron relevancia alguna, por no estar autorizada para otorgar grado, por lo tanto no habían egresado abogados de la Universidad y los pocos que existían, se habían formado fuera, en otras universidades.

La ley española establecía que las reales audiencias eran imagen y representación del monarca, representaban la última instancia en los procesos, establecían las faltas de Virreyes y Capitanes Generales, en fin hacían justicia y estimulaban el conocimiento del derecho. Al instalarse la Real Audiencia de Caracas, estimula la creación del Colegio de Abogados y en la casa de habitación del Doctor José Antonio Osio, se reunieron los abogados de la Ciudad de Caracas, Thomas Sanabria Eizdo, Bartolomé Ascanio, Sebastián Orellana, Francisco Rodríguez de la Barreda, Francisco Espejo y Miguel José Sanz; consideró la Real Audiencia, que era necesaria la existencia del Colegio de Abogados, para establecer el control, el decoro del gremio y los estudios jurídicos, lo que ocurre el día 18 de agosto de 1788, aunque por la Real Cédula es creado el 6 de octubre de 1792.

ORÍGENES DE LA LEGISLACIÓN GREMIAL

Las guerras civiles y las dictaduras que imperaron en Venezuela, impidieron, sumado a lo elitesco que fue nuestro gremio y en consecuencia a su reducido grupo que lo integraban, una evolución o una avanzada importante, desde el punto de vista gremial y de previsión social, no obstante que muchos de sus miembros contribuyeron a forjar nuestra nacionalidad y nuestras convicciones ideológicas, las de los venezolanos y a pesar de que el colegio entro en receso a partir de 1810. En primer lugar por la filosofía igualitaria contenida y propuesta en el texto constitucional de 1811, de manera general; en segundo lugar por la influencia de la constitución redactada por Francesco Iznardi y Juan Germán Roscio, la cual en su artículo 118 expresa: “La Suprema Corte de Justicia tendrá el derecho exclusivo de examinar, aprobar y expedir títulos a todos los abogados de la confederación que acrediten sus estudios con testimonio de su respectivo gobierno y los que no los obtengan en esta forma, estarán autorizados para abogar en toda ella, aunque donde haya Colegios de Abogados, cuyos privilegios exclusivos para actuación quedan derogados, y tendrán opción a los empleos y comisiones propias de esta profesión, siendo presentados los referidos títulos al Poder Ejecutivo de la Unión, antes de ejercerla, para que les pongan el correspondiente pase, lo que igualmente se practicará con los abogados que, habiendo sido recibidos fuera de Venezuela, quieran abogar en ella…”

Es de advertir, que al Dr. Roscio y al Dr. Biborleado se le impidió por largo tiempo ingresar al Colegio de Abogados de Caracas, por la orientación aristocrática determinada por razones sociales de la época, por la religión y los prejuicios sociales existentes, sobre la primera etapa de la vida del colegio. Influidos por éstas circunstancias, o por la ideología que imperaba, es por lo que los fundadores rechazan la petición de ingreso al colegio, considerando que Juan Germán Roscio, no era digno de ingresar a la corporación, por su indignidad étnica y racial, circunstancia que fue sometida a un largo y lamentable proceso o juicio de sangre, propuesto por Roscio, que trato de probar su origen y su incorporación al colegio, que lo consideraba pardo o blanco impuro, hijo de india, etc. que no se analizan por razones obvias.

Otras constituciones siguieron estos lineamientos. No obstante durante la Gran Colombia rigió la “Ley sobre la Organización de los Tribunales y Juzgados” del 12 de octubre de 1821, reglamentando a los abogados y posteriormente fue reformada el 30 de abril de 1825 (por cierto bajo esta ley al cumplir los requisitos el Libertador, se recibió como abogado el 3 de junio de 1826, en la Universidad de San Marcos de Lima, Perú). La primera Ley de Abogados de Venezuela Republicana e Independiente de la Gran Colombia, es de fecha 22 de mayo de 1836, la que reforman en 1839, que luego se deroga el 25 de abril de 1846, por la “Ley sobre cualidades de los Abogados y Procuradores”, ésta se reforma en 1849. Estas leyes nada legislaron, sobre la organización gremial a través de los colegio y mucho menos sobre la Previsión Social, lo que resulta obvio explicar.

“La Ley de Abogados y Procuradores” del 2 de marzo de 1863, crea los colegios en el ámbito de cabeza de Distrito, lo que resulta insólito, pues el gremio era muy reducido y estaba ubicado generalmente en las ciudades más importantes. El 8 de agosto de 1863 se deroga toda la legislación por insubsistente, según decreto de Aníbal Dominici: “Establece en el Distrito Federal el Colegio de Abogados de la República”, instalado y presidido por el General y Doctor Antonio Guzmán Blanco; vicepresidentes Diego Bautista Urbaneja y José Reyes Piñol.

El 30 de junio de 1894 el Congreso deroga la ley anterior y dicta “La Ley de Abogados y Procuradores”, Ley con la cual, nace el 25 de julio de 1894 “El Colegio de Abogados del Distrito Federal”, bajo la presidencia de Ramón Francisco Feo. Por primera vez se dicta el Reglamento Interno; facultad que tiene el origen en la Ley del 2 de marzo de 1863 y reproduce la Ley de Guzmán Blanco. El 9 de enero de 1905 es dictada la “Ley de Abogados y Procuradores”, que deroga la anterior y crea: “El Colegio de Abogados de Venezuela”, con sede en Caracas y suprime todos los Colegios existentes, aunque permitía la creación de Delegaciones.

El General Juan Vicente Gómez, sabía que nuestro gremio ha sido (y será) el semillero, el sembrador y el cultivador de la Libertad, por excelencia. Esta Ley suprime los Tribunales Disciplinarios y otorga estas facultades a las mismas “Juntas Ejecutivas”, la Ley que permitía al dictador tener control absoluto del gremio. Luego se harán otras reformas, como la Ley del 25 de junio de 1910, que crea el registro de Títulos que debe llevar el Colegio, Ley del 25 de Junio de 1915, Ley del 15 de julio de 1927, Ley del 16 de junio de 1930, en la cual se introduce la prohibición a los registradores de insertar documentos no visados por los abogados, Ley del 19 de octubre de 1936, que se promulga durante el Gobierno del General Eleazar López Contreras; Ley del 3 de agosto de 1942, que establece el requisito de obligatoriedad de inscribirse en el Montepío de Abogados, con lo cual se establece por primera vez la Previsión Social, con carácter obligatorio, para el ejercicio de la abogacía, Ley del 31 de agosto de 1943; Ley del 9 de octubre de 1945, que fue derogada por la Junta Revolucionaria de Gobierno el 3 de noviembre de 1945. constituye capitulo aparte que en fecha 3 de agosto de 1942, se creo por la Ley del denominado Montepío de Abogados de Venezuela, bajo el Gobierno de General Isaías Medina Angarita, también se promulgó por el Ejecutivo el Reglamento de ésta Ley, en fecha 28 de septiembre de 1943; la Ley del 25 de julio de 1957, que crea la Federación de Abogados y la Ley del 12 de diciembre de 1966, que crea la Federación de Colegios de Abogados de Venezuela y nuestro Instituto de Previsión Social, que se promulgó durante la presidencia del Dr. Raúl Leoni, o sea, en el segundo período democrático, que ha resultado el instrumento legal que ha perdurado más en el tiempo, determinado por la bondad, por lo tanto una Ley extraordinaria que es la suma de todo el pensamiento jurídico-gremial, porque ha sido el producto del consenso que fijaron los Congresos Nacionales de Abogados y que además condensó en un sólo texto toda nuestra Legislación Gremial y con la cual, bastaría hacer unas pequeñas correcciones para que siguiera rigiendo nuestro destino y nuestro futuro, por más largo tiempo.

Importante también ha sido el Reglamento de 1967, producto de las mismas convicciones ideológicas que orientaron la Ley, lamentablemente y triste, parcialmente derogado y reformado, en el año 1979 durante el Gobierno del Dr. Luis Herrera Campins, y éste posteriormente derogado y malamente mutilado, por unos asesores de tijera durante el año 1992, para incluir la elección uninominal en las Juntas Directivas de los Colegios, que deja mucho que decir de la técnica-jurídica utilizada pero sin ser menos cierto que ratifica casi en su totalidad el texto del reglamento de 1979, con la diferencia que soslaya el derecho de representación de la minorías y que quebranta lamentablemente la participación y la unidad gremial.

Estos reglamentos han traído el inconveniente de la realización de una multiplicidad de Asambleas innecesarias y que resultan demasiado onerosas, casi insostenibles para el gremio y de muy pocos beneficios.

En síntesis veintitrés (23) Leyes se promulgaron en total incluyen la vigente que ha sido la Ley, hasta ahora, de mayor vigencia como hemos aseverado anteriormente.

MANDAMIENTOS DE LOS ABOGADOS

  1. 1°. Estudia
  2. 2°. Piensa
  3. 3°. Trabaja
  4. 4°. Lucha
  5. 5°. Sé Leal
  6. 6°. Tolera
  7. 7°. Ten Paciencia
  8. 8°. Ten Fe
  9. 9°. Olvida
  10. 10°. Ama a tu profesión

1°.Estudia. -El Derecho se transforma constantemente. Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado.

2°.Piensa. -El Derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando.

3°.Trabaja. -La abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia.

4°.Lucha. -Tu deber es luchar por el Derecho; pero el día que encuentres en conflicto el Derecho con la justicia, lucha por la justicia.

5°.Sé Leal. -Leal para con tu cliente, al que no debes abandonar hasta que comprendas que es indigno de ti. Leal para con el adversario aún cuando él sea desleal contigo. Leal para con el juez, que ignora los hechos y debe confiar en lo que tú le dices; y que, en cuanto al Derecho, alguna que otra vez, debe confiar en el que tú le invocas

6°. Tolera. -Tolera la verdad ajena en la misma medida en que quieres que sea tolerada la tuya.

7°. Ten Paciencia. -El tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración.

8°. Ten Fe. -Ten fe en el derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la justicia, como destino normal del derecho; en la paz, como sustitutivo bondadoso de la justicia; y sobre todo, ten fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz.

9°. Olvida. -La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras cargando tu alma de rencor, llegará un día en que la vida será imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota.

10° Ama a tu profesión.- Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que se haga abogado.

INTRODUCCIÓN

Es probable que no haya rincón del mundo donde algún abogado no tenga en su despacho, uno de esos textos que, desde el de San Ivo, del siglo XIII, hasta el de Ossorio, del siglo XX, se vienen conservando en recuadros para expresar la dignidad de la abogacía. Son decálogos del deber, de la cortesía o de la alcurnia de la profesión. Aspiran a decir en pocas palabras la jerarquía del ministerio del abogado.

Ordenan y confortan al mismo tiempo; mantiene alerta la conciencia del deber; procuran ajustar la condición humana del abogado, dentro de la misión casi divina de la defensa.

Pero la abogacía y las formas de su ejercicio son experiencia histórica. Sus necesidades, aún sus ideales, cambian en la medida en que pasa el tiempo y nuevos requerimientos se van haciendo sucesivamente presentes ante el espíritu del hombre.

De tanto en tanto es menester, pues, considerar los mandamientos para ajustarlos a cada nueva realidad.

Hoy y aquí, en este tiempo y en este lugar del mundo, las exigencias de la libertad humana y los requerimientos de la justicia social constituyen las notas dominantes de la abogacía, sin las cuales el sentido docente de esta profesión puede considerarse frustrado. Pero a su vez, la libertad y la justicia pertenecen a un orden general, dentro del cual interfieren, chocan y luchan otros valores.

La abogacía es, por eso, al mismo tiempo, arte y política, ética y acción.

Como arte, tiene sus reglas; pero éstas, al igual que todas las reglas del arte, no son absolutas, sino que quedan libradas a la inagotable aptitud creadora del hombre. El abogado está hecho para el derecho y no el derecho para el abogado. El arte del manejo de las leyes está sustentado, antes que nada, en la exquisita dignidad de la materia confiada a las manos del artista.

Como política, la abogacía es la disciplina de la libertad dentro del orden. Los conflictos entre lo irreal y lo real, entre la libertad autoridad, entre el individuo y el poder, constituyen el tema de cada día. En medio de esos conflictos, cada vez más dramáticos, el abogado no es una hoja en la tempestad. Por el contrario, desde la autoridad que crea el derecho o desde la defensa que pugna por su justa aplicación, el abogado es quien desata muchas veces ráfagas de la tempestad y puede contenerlas.

Como ética, la abogacía es un constante ejercicio de la virtud. La tentación pasa siete veces cada día por delante del abogado. Este puede hacer de su cometido, se ha dicho, la más noble de todas las profesiones o el más vil de todos los oficios.

Como acción, la abogacía, es un constante servicio a los valores superiores que rigen la conducta humana. La profesión demanda, en todo caso, el sereno sosiego de la experiencia y del adoctrinamiento en la justicia; pero cuando la anarquía, el despotismo o el menosprecio a la condición del hombre sacuden las instituciones y hacen temblar los derechos individuales, entonces la abogacía es militancia en la lucha por la libertad.

Arte, política, ética y acción son, a su vez, sólo los contenidos de la abogacía. Ésta se halla, además, dotada de una forma. Como todo arte, tiene un estilo. El estilo de la abogacía no es la unidad, sino la diversidad. Busquemos en la experiencia de nuestro tiempo al bonus vir ius dicendi peritus, al abogado cuya actividad pueda simbolizar a todo el gremio, y es muy probable que no lo hallemos a nuestro lado.

Este es político y ejerce su abogacía desde la tribuna parlamentaria, defendiendo, como decía Dupin, apenas una causa más: la bella causa del país. Aquel la desempeña desde una pacífica posición administrativa, poniendo sólo una gota de su ciencia al servicio de determinada función pública. Aquel otro la hora como juez, en la más excelsa de las misiones humanas. Aquél la sirve desde los directorios de las grandes empresas, manejando enormes patrimonios y defendiendo los esperados dividendos. El otro se ha situado en la Facultad de Derecho y desde allí, silenciosamente, va meditando su ciencia, haciéndola progresar y preparando el vivero para la producción de los mejores ejemplares.

Aquél la sirve desde el periodismo y hace abogacía de doctrina desde las columnas editoriales, alcanzando el Derecho, como el pan de cada día, a la boca del pueblo. El de más allá es, únicamente, abogado de clientela, comercial y sólo se ocupa de combinaciones financieras. Aquél ve cómo la atención de sus intereses particulares, sus negocios, su estancia, sus inmuebles, le demandan más atención que los intereses de sus clientes, Aquel otro, que ha conciliado la misión del abogado con la del escribano, ve cómo la paciencia del notario se ha ido devorando los ardores del abogado. Y aquel que ejerce solamente la materia penal, en contacto con sórdidos intermediarios, especulando con la libertad humana para poder percibir su mendrugo, pues sabe que lograda la libertad se ha despedido para siempre la recompensa; y el que ejerce en las ciudades del interior y recibe a sus clientes antes de que salga el sol; y el que saca aún la cuenta de sus primeros asuntos; y el que poco a poco ha ido abandonando sus clientes para reservar su fidelidad a unos pocos amigos; y el que ya no tiene procurador, ni mecanógrafo, y sube afanosamente las escaleras de las oficinas en pos del papel que su menudo asunto requiere; y el magistrado jubilado que vuelve melancólicamente a suplicar la justicia desde el valle luego de haberla dispensado desde la cumbre; y el que ejerce a la norteamericana, medio abogado y medio detective; y la joven abogada que defiende los procesos de menores con el ansia encendida de la madre que un día habrá de ser; y el profesor de enseñanza secundaria que corre a escuchar un testigo luego de haber disertado sobre la despedida de Héctor y Andrómaca; y tantos, y tantos, y tantos otros…

Si el precepto no perteneciera ya a la medicina, podría decirse que no existe la abogacía; que sólo existe una multitud de abogados. Poco conocido o muy olvidado entre nosotros, un texto de León y Antemio a Calícrates (Código, 2,7,14) nos dice de qué manera, ayer como hoy, es la nuestra una magistratura de la República:

“Los abogados, que aclaran los hechos ambiguos de las causas, y que por los esfuerzos de su defensa en asuntos frecuentemente públicos y en los privados, levantan las causas caídas y reparan las quebrantadas, son provechosas al género humano, no menos que si en batallas y recibiendo heridas salvasen a su patria y a sus descendientes. Pues no creemos que en nuestro imperio militen únicamente los que combaten con espadas, escudos y corazas, sino también los abogados; porque militan los patronos de causas, que confiados en La fuerza de su gloriosa palabra defienden la esperanza, la vida y la descendencia de los que sufren”.

Así sucede todavía hoy.

EXÉGESIS

1°— ESTUDIA

El Derecho se transforma constantemente. Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado.

Nuestro país, que es joven y de organización unitaria, tiene diez códigos y doce mil leyes, con varios cientos de miles de artículos. A ellos se suman los reglamentos, las ordenanzas, las resoluciones de carácter general y la jurisprudencia, que son otras tantas formas de normatividad. Esas disposiciones, reunidas, se cuentan por millones. Pero el Uruguay es sólo una provincia, una de las más pequeñas provincias, en la inmensa jurisdicción del mundo. Y, además, el derecho legislado no es todo el derecho.

Aquella escritora que un día, queriendo apresar la atmósfera de Giotto, la tituló “ La cárcel de aire”, estaba lejos de saber que con esa imagen evocaba de sutil manera de envoltura aérea, tupida e invisible del derecho.

¿Qué abogado puede abrigar la seguridad de conocer todas las disposiciones? ¿Quién puede estar cierto de que, al emitir una opinión, ha tenido en cuenta, en su sentido plenario y total, ese imponente aparato de normas?

Además, por si su cantidad fuera poca, ocurre que esas normas nacen, cambian y mueren constantemente. En ciertos momentos históricos, las opiniones jurídicas no sólo debían emitirse con su fecha, sino también con la hora de su expedición. El abogado, como un cazador de leyes, debe vivir con el arma al brazo sin poder abandonar un instante el estado de acecho. En su caso más difícil y delicado, en aquel en que ha abrumado a su adversario bajo el peso de su aplastante erudición, de doctrina y de jurisprudencia, su contrincante se limitará a citarle un artículo de una ley olvidada o escondida.

Y entonces, una vez más, como en el apóstrofe de Kirchmann, una palabra del legislador reducirá a polvo una biblioteca.

Es tal el riesgo de situar un caso en su exacta posición en el sistema del derecho, y tantas son las posibilidades de error, que uno de nuestros más agudos magistrados decía que los abogados, como los héroes de la independencia, frecuentemente perecen en la demanda.

Como todas las artes, la abogacía sólo se aprende con sacrificio; y como ellas, también se vive en perpetuo aprendizaje. El artista, mínimo corpúsculo encerrado en la inmensa cárcel de aire vive escudriñando sin cesar sus propias rejas y su estudio sólo concluye con su misma vida.

2°—PIENSA

El derecho se aprende estudiando, pero se ejerce pensando.

El proceso escrito es un libro cuyas principales páginas han sido pensadas y redactadas cuidadosamente por los abogados. Éstos, como los ensayistas, los historiadores o los filósofos, son los mediadores necesarios entre la vida y el libro.

Otro tanto ocurre, todavía con mayor acento de espectáculo escénico, en el proceso oral.

El abogado recibe la confidencia profesional como un caso de angustia humana y lo transforma en una exposición tan lúcida como su pensamiento se lo permite. La idea de Sperl de que la demanda es el proyecto de sentencia que quisiera el actor, nos dice con gravedad elocuente qué intensos procesos de la inteligencia deben desenvolverse para transformar la angustia en lógica y la pasión de los intereses en un sencillo esquema mental.

Cuando el abogado ha cumplido a conciencia su trabajo, el juez recibe el caso, por decirlo así peptonizado. Normalmente, su tarea consiste en escoger una de las dos soluciones que se le proponen, o hallar una tercera con lo mejor de ambas.

El abogado transforma la vida en lógica y el juez transforma la lógica en justicia.

Por eso, el día de gloria para el abogado, no es el día en que se le notifica la sentencia definitiva que le da la victoria. Al fin y al cabo, ese día no ha ocurrido nada importante para él. Solamente se ha cumplido su pronóstico. Su gran día, el de la grave responsabilidad fue aquel día lejano y muchas veces olvidado, en que luego de escuchar un relato humano, decidió aceptar el caso. Ese día tenía libertad para decir que si o decir que no. Dijo que si, y desde entonces la suerte quedó sellada para él.

Lo grave en el pensamiento del abogado es que en esa obra de transformación del drama humano en libro o en escena; tanto como la inteligencia, juegan la intuición y la experiencia. No es un razonamiento, dice el filósofo, lo que determina al escultor a ahondar un poco más la curva de la cadera. Entre sus ojos, fijos en el modelo, y sus dedos que acarician la estatua, se establece una comunicación directa. El pensar del abogado no es pensamiento puro, ya que el derecho no es lógica pura: su pensar es, al mismo tiempo, inteligencia, intuición, sensibilidad y acción. La lógica del derecho no es una lógica formal, sino una lógica viva hecha con todas las sustancias de la experiencia humana.

Algún juez, en un arrebato de sinceridad, ha dicho que la jurisprudencia la hacen los abogados. Esto es así, porque en la formación de la jurisprudencia, y con ella del derecho, el pensamiento del juez es normalmente un posterius; el prius corresponde al pensamiento del abogado.

3°— TRABAJA

La abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia.

A quien quiera saber en qué consiste el trabajo del abogado, habrá que explicársele lo siguiente:

De cada cien asuntos que pasan por el despacho de un abogado, cincuenta no son judiciales. Se trata de dar consejos, orientaciones, e ideas en materia de negocios asuntos de familia, prevención de conflictos, futuros, etcétera. En todos estos casos la ciencia cede su paso a la prudencia. De los dos extremos, del dístico clásico, se define al abogado, el primero predomina, sobre el segundo, y el ome bueno se sobrepone al sabedor del derecho.

De los otros cincuenta, treinta son de rutina. Se trata de gestiones, tramitaciones, obtención de documentos, asuntos de jurisdicción voluntaria, defensas sin dificultad o juicios sin oposición de partes.

El trabajo del abogado transforma aquí su estudio en una oficina de tramitaciones. Su lema podría ser, como el de las compañías norteamericanas que producen artículos de confort, more and better service for more people.

De los veinte restantes, quince tienen alguna dificultad y demandan un trabajo intenso. Pero se trata de esa clase de dificultades qué la vida nos presenta a cada paso, y que la contracción y el empeño de un hombre laborioso e inteligente están acostumbrados a sobrellevar.

En los cinco restantes se halla la esencia misma de la abogacía. Se trata de los grandes casos de la profesión. No grandes, ciertamente, por su contenido económico, sino por la magnitud del esfuerzo físico e intelectual que demanda el superarlos.

Casos aparentemente perdidos, por entre cuyas fisuras se filtra un hilo de luz a través del cual el abogado abre su brecha; situaciones graves, que deben sostenerse por meses o por años y que demandan un sistema nervioso a toda prueba, sagacidad, aplomo, energía, visión lejana, autoridad moral, fe absoluta en el triunfo.

La maestría en estos magnos asuntos otorga el título de princeps fori.

La opinión pública juzga el trabajo del abogado y su dedicación a él, con el mismo criterio con que otorga él titulo a los campeones olímpicos: por la reserva de energías para decidir la lucha en el empuje final.

4°— LUCHA

Tu deber es luchar por el derecho; pero el día que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia.

No sólo en los viejos textos se atribuye a la abogacía una significación guerrera. El proceso oral o escrito con su batalla dialéctica; las ideas de los escritores franceses del siglo XIX que concebían la acción civil como le droit casqué et armé en guerre y la excepción como un droit qui n’a plus l’épée, mais le bouclier lui reste; el carácter naturalmente belicoso de buena parte de la humanidad; el endiosamiento de la lucha por el derecho que se hace en el libro fascinante de Ihering; todo esto y mucho más, ha hecho que a lo largo de los siglos al abogado se lo conciba como un soldado del derecho.

Pero la lucha por el derecho plantea, cada día el problema del fin y de los medios.

El derecho no es un fin, sino un medio. En la escala de los valores no aparece el derecho. Aparece, en cambio, la justicia, que es un fin en sí y respecto de la cual el derecho es tan sólo un medio de acceso. La lucha debe ser, pues, la lucha por la justicia.

Los asuntos no se dividen en chicos o grandes, sino en justos o injustos. Ningún abogado es tan rico como para rechazar asuntos justos porque sean chicos, ni tan pobre como para aceptar asuntos injustos porque sean grandes.

Por la grave confusión entre el fin y los medios, muchos abogados, aún de buena fe, creen aplicable al litigio perdido, la máxima médica que aconseja prolongar a toda costa la vida del enfermo en espera de que se produzca el milagro.

Los incidentes, las dilatorias, las apelaciones inmotivadas, constituyen una confusión de valores.

Podrán todos esos ardides forenses ser eficaces en alguna que otra oportunidad; pero son justos muy pocas veces. Podrán, en ciertos casos, significar una victoria ocasional; pero en la lucha lo que cuenta es ganar la guerra y no ganar batallas. Y si en determinado caso, algún abogado ha ganado la guerra con el ardid, que no pierda de vista que en la vida de un abogado la guerra es su vida misma y no sus efímeras victorias.

La confusión del fin y los medios podrá pasar inadvertida en algún caso profesional. Pero a lo largo de la vida entera de un abogado no puede pasar inadvertida.

Día de prueba para el abogado es aquel en que se le propone un caso injusto, económicamente cuantioso, pero cuya sola promoción alarmará al demandado y deparará una inmediata y lucrativa transacción. Ningún abogado es plenamente tal, sino cuando sabe rechazar, sin aparatosidad y sin alardes, ese caso. Y más grave aún es la situación que nos depara nuestro mejor cliente, aquel rico y ambicioso cuya amistad es para nosotros fuente segura de provechos, cuando nos propone un caso en que no tiene razón. El abogado necesita, frente a esa situación, su absoluta independencia moral. Bien puede asegurarse que su verdadera jerarquía de abogado no la adquiere en la Facultad o el día del juramento profesional; su calidad auténtica de abogado la adquiere el día en que le puede decir a ese cliente, con la dignidad de su investidura y con la sencillez afectuosa de su amistad, que la causa es indefendible.

Hasta ese día, es sólo un aprendiz; y si ese día no llega, será como el aprendiz de la balada inmortal, que sabía desatar las olas, pero no sabía contenerlas.

5° — SE LEAL

Leal para con tu cliente, al que no debes abandonar hasta que comprendas que es indigno de ti. Leal para con el adversario, aún cuando él sea desleal contigo. Leal para con el juez, que ignora los hechos y debe confiar en lo que tú le dices; y que, en cuanto al derecho, alguna que otra vez, debe confiar en el que tú le invocas

El punto relativo a la lealtad del abogado reclama rectificar un grave y difundido error. Desde hace siglos se vienen confundiendo en una misma función la abogacía y la defensa.

Unamuno, en El Sentimiento trágico de la vida, escribía estas palabras: “Lo propio y característico de la abogacía es poner la lógica al servicio de una tesis que hay que defender, mientras que el método rigurosamente científico parte de los hechos, de los datos que la realidad nos ofrece, para llegar o no a la conclusión. La abogacía supone siempre una petición de principio y sus argumentos son todos ad probandum. El espíritu abogadesco es, en principio, dogmático, mientras que el espíritu estrictamente científico es puramente racional, es escéptico, esto es, investigativo”.

De esta proposición a la de Vaz Ferreira, cuando afirma en Moral para intelectuales, que la profesión de abogado es intrínsecamente inmoral, por cuanto impone la defensa de tesis no totalmente ciertas o de hechos no totalmente conocidos, no hay más que un paso.

El error más grave, porque la abogacía no es dogmática. La abogacía es un arte; y el arte no tiene dogmas.

La abogacía es escéptica e investigativa. El abogado al dar el consejo, al orientar la conducta ajena, al asumir la defensa, comienza por investigar los hechos y por decidir libremente su propia conducta.

La abogacía moderna, como la medicina, se va haciendo cada día más preventiva que curativa; y en esa función el abogado no procede dogmáticamente, sino, por el contrario, críticamente. El abogado como consejero, no da argumentos ad probandum sino ad necessitatem; y estos no son sistemáticos ni corroborantes, sino que se apoyan sobre los datos que, necesariamente, suministra la realidad.

Lo que sucede es que el abogado, una vez investigados los hechos y estudiado el derecho, acepta la causa y entonces se transforma de abogado en defensor. Entonces sí, sus argumentos son ad probandum y su posición es terminante y se hace enérgico e intransigente en sus actitudes. Pero esto no ocurre por inmoralidad, sino por necesidad de la defensa. Antes de la aceptación de la causa, el abogado tiene libertad para decidir. Dice que si y entonces su ley ya no es más la de la libertad, sino la de la lealtad.

Si el defensor fuera vacilante y escéptico después de haber aceptado la defensa, ya no sería defensor.

La lucha judicial es lucha de aserciones y no de vacilaciones. La duda es para antes y no para después de haber aceptado la causa.

La lealtad del defensor con su cliente se hace presente en todos los instantes y no tiene más limite que aquel que depara la convicción de haberse equivocado al aceptar. Entonces se renuncia la causa, con la máxima discreción posible, para no cerrar el paso al abogado que debe reemplazarnos.

El día máximo de esa lealtad es el día de ajustar los honorarios; ya que lo grave de la defensa es que, instantáneamente, de un día para otro, la fuerza de las cosas transforma al defensor en acreedor. Y ese día no es posible lanzar al suelo el escudo para que el cliente lo tome en resguardo de su nuevo enemigo. Sobre este punto, los mandamientos no tienen enunciaciones. Pertenece al fuero de la conciencia. Ya lo decía Montaigne: la perfecta amistad es indivisible. En cuanto a la lealtad para con el adversario, cabe en esta simple reflexión: si a las astucias del contrario y a sus deslealtades correspondiéramos con otras astucias y deslealtades…

…el juicio ya no sería la lucha de un hombre honrado contra un pillo, sino la lucha de dos pillos. ¿Y en cuanto a la lealtad frente al juez? También aquí es necesario rectificar.

Ossorio, en su libro famoso, hace una distinción en punto a los deberes del abogado para con el juez.

Respecto de los hechos, considera él que el juez está indefenso frente al abogado. Como los ignora, forzosamente debe creer de buena fe en lo que el abogado le dice. Pero en cuanto al derecho, no ocurre lo mismo. Allí actúan en pie de igualdad, por que el juez sabe el derecho y si no lo sabe, que lo estudie. ¿Será así? Es muy probable que no. El abogado dispone, para estudiar el derecho aplicable a un caso, de todo el tiempo que desea. Pero el juez, víctima de una tela de Penélope que él teje de noche y su secretario desteje de día, suministrándole sin cesar asuntos y más asuntos, no dispone de ese tiempo. Y lo mismo ocurre con el juez honradamente pobre, que no puede comprar todos los libros que se publican; o con el que ejerce lejos de las grandes ciudades donde se hallan las buenas bibliotecas; o con el que no puede tener contacto con profesores y maestros para plantearles sus dudas; o con el que carente de salud, no puede afanarse en la lectura todo lo que su pasión le demanda. En esos casos una cita deliberadamente trunca una opinión falseada, una traducción maliciosamente hecha, o un precedente de jurisprudencia imposible de fiscalizar, constituyen gravísima culpa. Una rara filiación etimológica liga ley y lealtad . Lo que Quevedo decía del español, que sin lealtad más le vale no serlo, es aplicable al abogado. Abogado que traiciona a la lealtad, se traiciona a si mismo y a su ley.

6° — TOLERA

Tolera la verdad ajena en la misma medida en que quieres que sea tolerada la tuya.

Este punto es profundo y delicado. Ser a un mismo tiempo enérgico, como lo requiere la defensa, y cortés como lo exige la educación; práctico como lo pide el litigio, y sutil como lo demanda la inteligencia; eficaz y respetuoso; combativo y digno; ser todo esto tan opuesto y a veces tan contradictorio, a un mismo tiempo, y todos los días del año, en todos los momentos, en la adversidad y en la buena fortuna, constituye realmente un prestigio.

Y sin embargo, la abogacía lo demanda. ¡Hay de aquel que la ejerce con energía y sin educación, o con cortesía y sin eficacia Para conciliar lo contradictorio no hay mas que un medio: la tolerancia . Esta es educación e inteligencia, arma de lucha y escudo defensa, ley de combate y regla de equidad.

Aunque parezca un milagro, lo cierto es que en el litigio nadie tiene razón hasta la cosa juzgada.

No hay litigios ganados de antemano, por la sencilla razón por la cual Goliat incurrió en soberbia al considerarse vencedor anticipado en la histórica lucha. El litigio está hecho de verdades contingentes y no absolutas. Los hechos más claros se deforman si no le logra producir una prueba plenamente eficaz, el derecho más incontrovertible tambalea en el curso del litigio, si un inesperado e imprevisible cambio de jurisprudencia altera la solución.

Por eso, la mejor regla profesional no es aquella que anticipa la victoria sino la que anuncia al cliente que probablemente podrá contarse con ella. Ni más ni menos que esto lo que establecía el Fuero Juzgo cuando condenaba con la pena de muerte al abogado que se comprometía a triunfar en litigio; o la Partida III, que imponía los daños y perjuicios al abogado que aseguraba la victoria.

Las verdades jurídicas, como si fueran de arena, difícilmente caben todas en una mano; siempre hay algunos granos que, querámoslo o no, se escurren de entre nuestros dedos y van a parar a manos de nuestro adversario. La tolerancia nos insta, por respeto al prójimo y por respeto a nuestra propia debilidad, a proceder con fe en la victoria pero sin desdén jactancioso en el combate.

¿Y si el cliente nos exige seguridad de victoria? Entonces acudamos a nuestra biblioteca y extraigamos de ella una breve página que se denomina Decálogo del cliente y que es común en los estudios de los abogados brasileños, y leámosle:

“No pidas a tu abogado que haga profecía de la sentencia; no olvides que si fuera profeta, no abriría escritorio de abogado”.

7° TEN PACIENCIA

El tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración.

Existe un pequeño demonio que ronda y acecha en torno de los abogados y que cada día pone en peligro su misión: la impaciencia. La abogacía requiere muchas virtudes; pero además, como las hadas que rodearon la cuna del príncipe de Francia, tales virtudes deben estar asistidas por otra que las habitúe a ponerse pacientemente en juego.

Paciencia, para escuchar. Cada cliente cree que su asunto es el más importante del mundo.

Paciencia, para hallar la solución. Ésta no siempre aparece a primera vista y es menester andar detrás de ella durante largo tiempo.

Paciencia, para soportar al adversario. Ya hemos visto que le debemos lealtad y tolerancia hasta cuando sea un majadero.

Paciencia, para esperar la sentencia. Ésta demora, y mientras el cliente se desalienta y desmoraliza, incumbe al abogado contener su desfallecimiento. En esta misión debe tener presente que el litigio, como la guerra, lo gana en ciertos casos quien consigue durar tan solo un minuto más que su adversario. Y, sobre todo, paciencia para soportar la sentencia adversa.

La cosa juzgada, dice Chiovenda, es la suma preclusión. Agreguemos nosotros que, por ese motivo, reclama la suma paciencia.

8° TEN FE

Ten fe en el derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la justicia, como destino normal del derecho; en la paz, como sustitutivo bondadoso de la justicia; y sobre todo, ten fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz.

Cada abogado, en su condición de hombre, puede tener la fe que su conciencia le indique. Pero en su condición de abogado, debe tener fe en el derecho, porque hasta ahora el hombre no ha encontrado, en su larga y conmovedora aventura sobre la tierra, ningún instrumento que le asegure mejor la convivencia. La razón del más fuerte no es solamente la ley de la brutalidad, sino también la ley de la angustiosa incertidumbre.

Pero el derecho, como hemos visto, no es un valor en sí mismo ni la justicia en su contenido necesario. La prescripción no procura la justicia, sino el orden; la transacción no asegura la justicia, sino la paz; la cosa juzgada no es un instrumento de justicia, sino de autoridad; la pena no es siempre medida de justicia, sino de seguridad.

Pero a pesar de estas temporales desviaciones, la justicia es el contenido normal del derecho, y sus soluciones, aún las aparentemente injustas, son frecuentemente más justas que las soluciones contrarias.

La fe en la paz proviene de la convicción de que también la paz es un valor en el orden humano. Sustitutivo bondadoso de la justicia, invita a renunciar de tanto en tanto a una parte de los bienes, para asegurarse aquello que está prometido en la tierra a los hombres de buena voluntad.

En cuanto a la fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz…, ésa no necesita explicaciones entre los mandamientos del abogado. Porque si éste no tiene fe en la libertad, más le valiera, como dice la Escritura, atarse una piedra al cuello y lanzarse al mar.

9° — OLVIDA

La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fueras cargando tu alma de rencor, llegará un día en que la vida será imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota.

En qué círculo del infierno estarán algún día esos abogados que nos recitan inclementes, a veces tomándonos de la solapa, alzándonos la voz como si fuéramos el adversario, sus alegatos, sus informes ó sus memoriales?

¿Y qué lugar del purgatorio está reservado a aquellos que a la vejez siguen contando aún los casos que defendieron en la juventud?

¿Y qué recanto del paraíso aguarda a los directores de las revistas de jurisprudencia que se rehúsan a publicar las notas críticas de aquellos que confunden los periódicos jurídicos con una tercera ó cuarta instancia?

Porque la verdad es que existe una insidiosa enfermedad que ataca a los abogados y que les hace hablar constantemente de sus casos. Aún de aquellos que, por una u otra razón, nacieron para ser olvidados.

Los pleitos, dice el precepto, se defienden como propios y se pierden como ajenos. También la abogacía tiene su fair play, el cual consiste no sólo en el comportamiento leal y correcto en la lucha, sino también en el acatamiento respetuoso de las decisiones del árbitro.

El abogado que sigue discutiendo después de la cosa juzgada, en nada difiere del deportista que, terminado el encuentro, pretende seguir en el campo de juego tratando de obtener, contra un enemigo inexistente, una victoria que se le ha escapado de las manos.

10° AMA A TU PROFESIÓN

Trata de considerar la abogacía de tal manera que el día en que tu hijo te pida consejo sobre su destino, consideres un honor para ti proponerle que se haga abogado.

Sea permitido anotar el último mandamiento con una parábola.

Cuenta Péguy que un día se quedó impresionado viendo a su madre componer una silla. Era tal la prolijidad, el escrúpulo, la amorosa atención con que ella cumplía su humilde artesanía, que el hijo le expresó su admiración. La madre le dijo: “el amor por las cosas bien hechas, debe acompañarnos toda la vida; las partes invisibles de las cosas, deben repararse con el mismo escrúpulo que las partes visibles; las catedrales de Francia son las catedrales de Francia porque el amor con que está hecho el ornamento externo es el mismo amor con que están hechas las partes ocultas.

Del mismo modo ocurre en todos los actos de la vida. El amor al oficio lo eleva a la jerarquía de arte. El amor por sí sólo transforma el trabajo en creación; la tenacidad, en heroísmo; la fe, en martirio; la concupiscencia, en noble pasión; la lucha, en holocausto; la codicia, en prudencia; la holganza, en éxtasis; la idea, en dogma; la vergüenza, en sacrificio; la vida, en poesía.

Cuando un abogado ha llegado al punto de aconsejar a su hijo en el día tremendo en que debe asistirle en la elección de su destino, que siga su propia profesión, es porque ha hallado en ella algo más que un oficio. Oficio ansiamos para nosotros mismos; pero para nuestro hijo deseamos, de ser posible, la gloria.

La abogacía no es ciertamente un camino glorioso, está hecho, con todas las cosas humanas, de penas y de exaltaciones, de amarguras y de esperanzas, de desfallecimientos y de renovadas ilusiones. Pero gran virtud es entrever algún día en ella ese pequeño hilo de oro de la gloria que ansiamos para nuestro hijo. Pongamos ese día la mano sobre su hombro y digámosle. ¡busca por aquí, hijo mío, el bien y la virtud que ansío para tu vida!; ¡y, sobre todo, haz por la defensa de tus semejantes, en la causa de la justicia, todo aquello que yo quise hacer y que la vida no me permitió! Tendrás con ello un poco de gloria y mucho de angustia. Pero está en la ley de la vida que es ésta el precio que se paga por aquella.

Ya estaba dicho en los versos que el coro dirige Wilhelm Meister, en el poema inmortal:

¡Sé bienvenido, novicio de la juventud!

¡Sé bienvenido con dolor¡”

FINAL

Estos mandamientos dejan en deliberada imprecisión la línea divisoria de lo real y de lo ideal, de lo que es y de lo que deseamos que sea. El abogado está visto, aquí, un poco como lo muestra la vida y otro poco como lo representa la ilusión. En todo caso, aparece tal como quisiera ser el autor, el día en que pudiera superar todas aquellas potencias terrenas que obstan, en la lucha de todos los días, a la adquisición de una forma plenaria de su arte. Pero la impresión en la frontera que separa la presencia de la esencia, lo adquirido de lo que aún se desea adquirir, es inherente a toda meta. Meta es, en sus acepciones latina y griega, sucesivamente, el término de una carrera y el más allá.

Por tal motivo, nunca sabremos en la vida en que medida la conquista es un fin o un nuevo comienzo y por virtud de qué profundas razones, en las manifestaciones superiores de la abogacía, no hay más llegada que aquella que deja abiertos indefinidamente ante nosotros los caminos del bien y de la virtud.

Es ésa, en definitiva, en su último término, la victoria de lo ideal sobre lo real.